Son los anglosajones un pueblo aventurero y viajero. Envidio la predisposición genética de estas gentes para cambiar de aires y colonizar los rincones más recónditos del mundo. No hay sobre la tierra lugar sin un pub inglés en el que desayunarte con unos de esos horribles platos de habichuelas, tocino, huevo y tostadas. Bares en los que compartir cerveza con otras caras pálidas y sonrojadas viendo un partido de fútbol o rugby en la televisión. Pero hay algo que no envidio de estos súbditos de su majestad. No me gusta su incapacidad, o quizás interés, para relacionarse con los nativos, aprender su idioma y disfrutar como expatriados de un estilo de vida que les es ajeno.
Con el termino anglosajón me refiero a británicos y a sus descendientes blancos de Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, USA, Canadá (los british» blancos de ultramar). Me tomo la licencia de utilizar el termino en este sentido reducido y particular.
Vivo en un enclave turístico con una población estable de varios miles de expatriados de Gran Bretaña. Forman una comunidad compacta y plenamente integrada en la economía local. Pero absolutamente aisladas socialmente de otra comunidades locales. Estos anglosajones comen en sus restaurantes, beben en sus bares y viven en sus guetos. Reducen los contactos con el resto de vecinos a lo estrictamente necesario. No muestran el más mínimo interés por aprender español, tampoco les hace falta, y cuando la dama de gris los acecha, marchan a su país a rendir cuentas con el destino.
No es justo el generalizar, ya que una minoría intenta con mayor o menor fortuna el integrarse. Son las mujeres las que ponen un mayor interés en ello y tras unos años, algunas hablan un entendible español y ejercen de traductoras de sus esposos.
También he de señalar que no son sólo los «anglos» reticentes a confundirse entre sus anfitriones. Germanos, nórdicos, asiáticos o «hispanos» -sólo hay que desplazarse a EEUU para comprobarlo- se refugian entre compatriotas cuando deciden emigrar. La necesidad de seguridad, de comunicación, amistad y la añoranza de lo dejado atrás pueden ser causas de tal comportamiento.
Pero cuando has viajada algo por el mundo te das cuenta que con los anglosajones hay pocas excepciones. Allá donde vayas los encontrarás en los mismos bares rodeados de los suyos y comiendo los mismos horribles desayunos de habichuelas con tomate (si son británicos).
Muchos habremos pensado alguna vez en liarnos la manta a la cabeza y cambiar de aires. Hacer las maletas y marchar a un cálido destino en el que en un entorno más amable, sin tantas regulaciones asfixiantes y rodeados de bonitas muchachas, comenzar una nueva vida. Si alguna vez tomara tal decisión, lo último que quiero es llevarme mi forma de vida a mi nuevo hogar: ni quiero comer paella, ni pinchos de tortilla, ni bocadillos de calamares.
No quiero en modo alguno verme rodeado de otros compatriotas cada día en el bar. No quiero beber sangría, ni compartir aventuras con otros expatriados. Renunciaré a ver los partidos de «la liga«, a la misa los domingos y a los toros a las 12. Aprenderé el idioma y viviré en los suburbios junto a los nativos. Si el azar así lo quiere, tomaré por pareja una doncella de familia local. Intentaré con todas mis fuerzas no parecerme a los anglosajones de rostros sonrojados y que cerveza en mano huyen de las frías latitudes. Expatriados que llevan su país y sus costumbres en la maleta, de aquí para allá.
Esto que he escrito se me pasa por la cabeza cada vez que camino por alguna soi de Silom o Sukhumvit en Bangkok. Como visitante asiduo, turista o viajero, no puedo más que hacer una declaración de intenciones desde la perspectiva del que tarde o temprano volverá a su país a descansar.
Quizás no sea tan fácil el renunciar a lo mejor de ambos mundos: del que dejamos atrás y del que nos acoge con promesas de felicidad.
Quizás terminaría por reservar mesa en el bar de expatriados junto a otros como yo… Pero quiero pensar que no.